Para este fin de semana que viene y el siguiente (se acaba el plazo para hacer comentarios el domingo 19 de este mes) me interesaría que leyerais este texto. Es más largo que los demás, por eso os doy más tiempo. Es el primer capítulo de un libro de recopilación de artículos de divulgación científica "La tragedia de la luna", de Isaac Asimov. Podéis comentar la idea general o algún aspecto en particular que os haya llamado la atención, me interesa que se entienda para poderlo hablar en clase.
Esta mañana había luna llena
en el cielo. Me desperté cuando el amanecer iluminaba el cielo de un azul
pizarra (como es mi costumbre, porque soy madrugador) y al mirar por la ventana
que da al oeste la vi: un ancho disco amarillo sobre un fondo azul pizarra
uniforme, colgando, inmóvil, sobre una ciudad que aún soñaba al amanecer.
Por lo general no me afectan
fácilmente los estímulos visuales, porque soy relativamente insensible a cuanto
acontece fuera del interior de mi cráneo, pero esta escena penetró en mí.
Me encontré maravillándome de
la buena suerte de la Tierra por tener una luna tan grande y tan hermosa.
Supongamos, pensé, que la Luna girase alrededor de la hermana gemela de la
Tierra, Venus; supongamos que no fuese Venus, sino la Tierra, la que careciera
de un satélite. ¡Cuánta belleza habríamos perdido! Y cuán inútil hubiera sido
perderla en beneficio de Venus, cuya capa de nubes ocultaría para siempre a la
Luna, aunque hubiera sobre el planeta seres inteligentes capaces de observarla.
Pero luego, mientras
desayunaba, seguí pensando...
La belleza, a fin de cuentas,
no lo es todo. Supongamos que la Tierra careciese de luna. ¿Qué pasaría?
Para empezar, la Tierra sólo
tendría mareas solares, mucho menores que las actuales. Tendría un día más
corto, porque la fricción de la marea no la habría desacelerado tanto. Quizá se
habría formado, durante las convulsiones de parto del sistema solar, de un modo
algo distinto al faltar un núcleo secundario que se estuviera formando al mismo
tiempo (si es que la cosa fue así). O bien la vida podría haber evolucionado de
modo distinto sin la captura de un gran satélite hace 600.000 años (si eso fue
lo que sucedió).
Pero ignoremos esto.
Supongamos que la Tierra se formó tal y como se ha formado, que la vida
evolucionó tal y como ha evolucionado, que el día sigue siendo lo que es y que
la menor intensidad de las mareas no tiene una importancia crucial. Y ahora
supongamos que el hombre primitivo (¿hace 25.000 años?) levantó su mirada
interrogante al cielo...
¡Y no encontró Luna alguna!
¿Qué habría sucedido?
Voy a proponer la tesis de
que, de no haber habido Luna, la historia de la humanidad hubiera sido muy, muy
distinta, y para bien; especialmente si esa luna hubiera estado circundando a
Venus. El hecho de que la Tierra tenga, efectivamente, una Luna y Venus, no,
puede ser la causa de que la humanidad quizá esté acercándose al fin de sus
días en tanto que sociedad tecnológica.
No estoy bromeando. Sed
indulgentes conmigo...
Dejemos por ahora la Luna
donde está, e intentemos imaginar qué pensaba el hombre primitivo que hacían
los objetos en el cielo.
Para empezar, debe de haber
sido consciente de que el Sol salía, se movía a lo largo del cielo, se ponía y
luego se elevaba a la mañana siguiente, repitiendo de modo indefinido el
proceso. La única explicación racional posible de lo que veía era suponer que
el Sol giraba alrededor de la Tierra una vez al día.
De noche aparecían las
estrellas y la observación revelaría que ellas también giraban alrededor de la
Tierra una vez por día, aunque manteniendo fijas sus posiciones relativas.
El hombre podría haber
argumentado también que el cielo permanece quieto y que la Tierra gira sobre su
eje. Pero ¿por qué iba a hacerlo? La hipótesis de la rotación terrestre no
habría explicado ni tanto así mejor las observaciones. Al contrario, habría
suscitado la cuestión de por qué la Tierra parece inmóvil cuando en realidad
estaba moviéndose, cuestión imposible de contestar para cualquier hombre
prehistórico.
Observaciones cuidadosas
mostrarían que, en realidad, el Sol no se mueve alrededor de la Tierra en
exacta correlación con las estrellas. El Sol tarda cada día cuatro minutos más
en completar el círculo, lo que significa que el Sol deriva de Oeste a Este
sobre el fondo de estrellas cada día y que describe una circunferencia completa
alrededor del cielo en 365 ¼ días.
Lo cierto es que podríais
explicar el movimiento del Sol frente a las estrellas igual de bien suponiendo
que la Tierra gira alrededor del Sol en 365 ¼ días. Digo igual de bien, pero no
mejor. Y, una vez más, necesitaríais explicar por qué la Tierra permanece
inmóvil si, de hecho, gira alrededor del Sol.
¿Dónde entra la Luna? La Luna
es un objeto que salta a la vista casi tanto como el Sol. También sale y se
pone a diario; y también se rezaga en relación con las estrellas: en realidad,
mucho más que el Sol. Describe una circunferencia sobre el fondo estelar en
sólo 27 1/3 días.
El movimiento de la Luna puede
describirse igual de bien, pero no mejor, si imaginamos que la Tierra gira
alrededor de ella en 27 1/3 días.
Olvidemos ahora el escaso
poder de persuasión de que la Tierra se mueve sin que nadie se percate de ello.
Supongamos que pudiera suceder (como de hecho sucede) y preguntemos simplemente
esto: si imaginamos que la Tierra gira alrededor del Sol para explicar los movimientos
solares, y que gira alrededor de la Luna para explicar los movimientos lunares,
¿qué movimiento describe realmente? Porque ambos no puede describirlos a la
vez, ¿no es cierto?
Pero entonces supongamos que
un loco primitivo, con la imaginación de un novelista de ciencia ficción,
sugiriera que la Luna gira alrededor de la Tierra en 27 1/3 días, mientras que
la Tierra y la Luna, esta última girando todavía de un modo uniforme, dan
juntas una vuelta en torno al Sol en 365 ¼ días. Esto explicaría limpiamente el
movimiento aparente y las fases de la Luna, y también el movimiento aparente
del Sol.
Pero ¿imagináis que alguno de
sus oyentes aceptaría un sistema tan complicado sobre la base de lo conocido en
tiempos prehistóricos? ¿Por qué iban a existir dos centros en el universo? ¿A
santo de qué iban a girar unos objetos en torno a la Tierra y otros en torno al
Sol?
Era posible explicar el
movimiento y las fases de la Luna además del movimiento del Sol, suponiendo que
éste y aquélla se movían independientemente, a velocidades distintas, en torno
a un centro común: la Tierra. Y eso no era fácil si uno suponía que la Tierra y
la Luna se movían en órbitas independientes alrededor del Sol, o que la Tierra
y el Sol lo hacían en órbitas independientes alrededor de la Luna.
Sólo la Tierra se prestaba
fácilmente a hacer las veces de centro común para ambos cuerpos; lo cual, junto
con su evidente inmovilidad, debió de fijar la noción geocéntrica («centrado en
la Tierra») en la mente de cualquier astrónomo capaz de elucubrar sobre tales
cosas. Para el observador ordinario, la obvia inmovilidad de la Tierra debía de
ser suficiente.
Mucho después de que fueran
cuidadosamente estudiados los movimientos del Sol y de la Luna en relación con
las estrellas, se estudiaron y analizaron los movimientos de los planetas
Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Puede que estos estudios no se
hicieran, en detalle, hasta la aparición de la primera gran civilización basada
en la escritura: la sumeria.
Se descubrió que los planetas
de movían frente a las estrellas de un modo mucho más complicado que el Sol y
la Luna.
Pensad en Marte, Júpiter y
Saturno. Cada cual hace un recorrido completo del cielo, pero más lentamente
que el Sol. Marte emplea algo menos de dos años en completar el circuito,
Júpiter, algo menos de doce y Saturno, algo menos de treinta.
Pero en vez de moverse
lentamente a lo largo del cielo estrellado en una dirección fija Oeste-Este,
como hacen el Sol y la Luna, cada uno de los tres planetas cambia
periódicamente de dirección y se mueve de Este a Oeste contra el fondo de
estrellas durante un periodo relativamente breve. Estos movimientos retrógrados
se producen a intervalos aproximadamente anuales (tiempo terrestre) para cada
planeta.
Los sumerios y sus sucesores
en Babilonia se contentaron con descubrir los movimientos sin explicarlos.
Cuando los griegos empezaron a interesarse en la astronomía, en el siglo V
a.C., no podían dejar que la cuestión muriera allí. Se rompieron la cabeza
intentando elaborar sistemas que permitiesen a Marte, Júpiter y Saturno girar
en torno a la Tierra, pero explicando al mismo tiempo el cambio periódico de
dirección. Surgieron así esquemas más y más elaborados que culminaron en el de
Ptolomeo, durante el siglo II de nuestra Era.
Se trataba por fin de un caso
donde la hipótesis de que la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del
Sol suponía una diferencia. Una Tierra móvil explicaría el movimiento
retrógrado de Marte, Júpiter y Saturno de modo mucho más simple y lógico que
una Tierra estacionaria. Si la Tierra y Júpiter, pongamos por caso, giraban
ambos alrededor del Sol, la Tierra debería completar un círculo en un año,
mientras Júpiter lo hacía en doce. La Tierra se movería más rápidamente. Cuando
la Tierra estuviese en el mismo lado del Sol que Júpiter, lo adelantaría, y
Júpiter parecería moverse hacia atrás en los cielos.
Desgraciadamente, la hipótesis
de que cada uno de los planetas gira alrededor del Sol en órbitas
independientes deja fuera de juego a la Luna. La Luna debe girar alrededor de
la Tierra, lo cual exigiría dos centros para el universo. Los planetas podrían
todos ellos circundar al Sol en órbitas independientes excepto la Luna. Todos
los planetas, incluida la Luna, podrían girar alrededor de la Tierra en órbitas
independientes. Si yo hubiese sido un griego, habría votado por un universo
geocéntrico y no heliocéntrico («centrado en el Sol»). El geocéntrico me
hubiera parecido más sencillo.
No sé si este argumento en
relación con la Luna influyó efectivamente sobre los griegos. Jamás lo he visto
escrito en parte alguna. Sin embargo estoy convencido de que tuvo que surtir su
efecto3.
Con que hubiera algún objeto
en el cielo que girase claramente alrededor de otro tal y como gira la Luna
alrededor de la Tierra, los hombres tendrían que aceptar forzosamente la noción
de dos o más centros para el universo, sin ver nada anómalo en aceptar un
universo heliocéntrico en el que la Luna se comporta de forma geocéntrica.
En realidad existe tal objeto;
dos para ser más exactos. Los planetas Venus y Mercurio nunca abandonan las
proximidades del Sol, en lo cual, contrastan claramente con los otros planetas.
La Luna, Marte, Júpiter y
Saturno se mueven todos sobre el fondo estelar de tal suerte que, en un momento
u otro, pueden estar a cualquier distancia dada del Sol, incluso en un punto
del cielo exactamente opuesto a la posición del astro rey. (Lo anterior vale
para la Luna, por ejemplo en cada fase de plenilunio, como cuando la vi esta
mañana.)
No así en el caso de Venus y
Mercurio. Venus, por ejemplo, se aleja más y más del Sol hasta separarse 47º
(la mitad de la distancia entre horizonte y cenit), pero eso es todo. Tras
haber alcanzado esa separación de 47º comienza a acercarse otra vez al Sol. Por
último se mezcla con el brillo solar y posteriormente, tras unas semanas, puede
verse al otro lado del Sol. Vuelve después a alejarse hasta una separación
máxima de 47º para iniciar a continuación el retroceso. Y así, una y otra vez.
Cuando Venus está a un lado
del Sol es el lucero vespertino. Puesto que nunca está a más de 47º, jamás
brilla más de tres horas después del crepúsculo. Para entonces, o antes, se ha
puesto. Estando en el otro lado del Sol es el lucero del alba, que jamás sale
antes de tres horas previas al amanecer.
En cuanto a Mercurio,
permanece incluso más próximo al Sol, sin alejarse nunca más de la mitad que
Venus, sin ponerse nunca después que una hora y media terminado el crepúsculo,
cuando es una estrella vespertina, y sin salir más de hora y media antes de que
aparezca el Sol cuando es estrella matutina.
Sería bien lógico suponer que
tanto Venus como Mercurio giran alrededor del Sol, pues eso explicaría
simultáneamente y sin dificultad sus movimientos con todo detalle.
¡Qué fácil es decirlo! En
primer lugar, no era trivial identificar a Venus, estrella vespertina, con
Venus, el lucero del alba. Haría falta ser un astrónomo muy avezado para ver
que una estrella está presente en el cielo sólo cuando está la otra ausente y que
ambos objetos son, por esa razón, el mismo planeta. Además, Venus y el Sol
nunca eran visibles al mismo tiempo, porque cuando el Sol estaba en el cielo,
Venus no podía ser vista (a lo sumo, entrevista y no siempre, sabiendo el lugar
exacto a donde mirar). El consecuencia, la conexión entre Venus y el Sol no era
obvia ni inmediata. El captarla exigió un nivel astronómico nada elemental; y
la situación con respecto a Mercurio era aún peor.
Así y todo, hacia el 350 a. C.
El astrónomo griego Herakleides Ponticus sugirió efectivamente que Venus y
Mercurio giraban alrededor del Sol. Y si dos de los planetas giraban alrededor
del Sol, ¿por qué no el resto, incluida la Tierra? Hacia el 280 a. C. Otro
astrónomo griego, Aristarco de Samos, dio el paso y propuso un universo
heliocéntrico.
Pero a esas alturas, el
geocentrismo se había fosilizado en el pensamiento griego. Aristarco no podía
negar, además, que cuando menos la Luna debía permanecer en órbita alrededor de
la Tierra. De modo que no se abandonó el concepto geocéntrico y los astrónomos
griegos elaboraron ingeniosos esquemas para permitir que Venus y Mercurio
girasen alrededor de la Tierra, sin alejarse mucho del Sol.
Os preguntaréis si, después de
todo, le interesa al hombre de la calle, y a la historia, el que los filósofos
fallasen a favor del geocentrismo o del heliocentrismo. ¿A quién le importa que
la Tierra gire alrededor del Sol o viceversa?
Desgraciadamente importa, y
mucho. Para el individuo medio de los tiempos antiguos (¡y de ahora también!)
el cielo y todo cuanto contiene son cosas de importancia menor (excepto, quizá,
el Sol). Es la Tierra lo que cuenta, y sólo la Tierra. Y sobre la Tierra, sólo
cuenta la humanidad. Y entre los hombres, sólo hay el país de uno, la ciudad de
uno, la tribu, la familia, el individuo mismo. La persona media es geocéntrica,
antropocéntrica, etnocéntrica y egocéntrica.
Si los líderes intelectuales
del mundo -quienes piensan, hablan, y escriben y enseñan- coinciden en que el
universo es efectivamente geocéntrico, todos los demás centrismos tenderán a
seguirse de modo mucho más natural.
Si todo el universo gira
alrededor de la Tierra, ¿quién podrá dudar que la Tierra es la parte más
importante de la creación y el objeto para el cual se hizo el resto del
universo? Y si la Tierra tiene esa importancia central, ¿no será por y para el
hombre, que es a todas luces el gobernante de la Tierra? Y si la humanidad es
el gobernante de toda la creación, el objeto para el cual se formó toda ella,
¿por qué aceptar entonces cortapisas y restricciones sobre sus actos? La
humanidad es rey, su deseo ley, y no puede errar.
En ese supuesto, las
religiones que están centradas en la Tierra y en el hombre cobran más sentido
intelectual también.
Al Imperio Romano le fue más
fácil hacerse cristiano porque la filosofía pagana y el cristianismo eran igual
de geocéntricos y, por tanto, antropocéntricos. Hubo un refuerzo mutuo en esta
importantísima cuestión y la cristiandad –que hizo dogma central de la
geocentricidad y la antropocentricidad- recabó la ayuda de Aristóteles,
Ptolomeo y pensadores griegos similares para impresionar a aquellos
intelectuales que se mostraron remisos a conformarse con la sola palabra de la
Biblia.
Y puesto que la geocentricidad
no es, de hecho, una imagen precisa del universo, toda investigación científica
se tornó indeseable. Cualquier investigación que intentara ir más allá de
Aristóteles y Ptolomeo, y descubrir una imagen no geocéntrica del universo que
pudiese explicarlo mejor, se hizo peligrosa para la religión revelada.
Aunque el sistema ptolemaico
se había hecho insostenible hasta el extremo de convertirse en un estorbo, no
fue sino en el siglo XVI cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico se
atrevió a presentar nuevamente una teoría heliocéntrica, prefiriendo incluso diferir
su publicación hasta 1543, seguro ya de que iba a morir pronto en cualquier
caso. Y luego transcurrió todo un siglo antes de que el mundo intelectual de
Europa occidental aceptara plenamente el heliocentrismo frente a la resistencia
religiosa. Bruno hubo de perecer en la hoguera y Galileo tuvo que retractarse
antes de que expirara la geocentricidad.
Pero ni aun así quedó asegurada la victoria.
Los viejos hábitos mueren con inusitada lentitud, y sea cual fuere la ciencia
que se enseñe en las escuelas, la mayor parte de la población de las naciones
«avanzadas» sigue creyendo que el hombre es la medida de todas las cosas, el
gobernante de la creación, y que puede hacer cuanto guste.
Henos aquí, por tanto, en las
últimas décadas del siglo XX destruyendo todavía el reino vegetal y animal y
asolando el medio inanimado –todo ello según nuestro descuidado capricho y por
el placer de la comodidad del momento. El claro indicio de que tal actitud
acabará con la humanidad –incapaz de vivir sin una ecología operativa- parece
rebotar sobre el liso muro de aquellas mentes que ven un universo construido
exclusivamente por y para la humanidad y por ninguna otra razón.
A mi entender, pues, todo esto
se remonta a una geocentricidad que fue remachada sobre la mente del hombre por
el brillante intelecto de los filósofos griegos, influidos, entre otras cosas,
por el hecho de que la Luna gira alrededor de la Tierra.
Pero supongamos que la Luna no
girara alrededor de nuestro planeta, que girara alrededor de Venus, y que fuese
la Tierra, no Venus, quien careciese de luna.
Imaginemos que fuese nuestra
Luna, con el mismo tamaño, las mismas características y la misma distancia
respecto al centro de Venus. Y para evitar la confusión, llamemos a este
satélite Cupido, en tanto que fiel compañero de Venus.
El período de Cupido alrededor
de Venus sería una pizca mayor que su período alrededor de la Tierra, pues
Venus tiene una masa algo inferior a la de ésta, y en consecuencia, un campo
gravitatorio ligeramente menos intenso. Sin entrar en pormenores, digamos que
Cupido gira alrededor de Venus en treinta días.
No nos preocupemos -aquí, al
menos- por el efecto que esto tendría en Venus. Preguntémonos sólo cómo
afectaría el cielo de la Tierra.
En primer lugar, el cielo de
la Tierra carecería perpetuamente de Luna, con lo cual la observación mejoraría
no poco. Nunca habría una Luna brillante que diferenciara las estrellas menos
nítidas de su vecindad.
En segundo lugar, la propia
Venus sería el objeto más brillante de los cielos -después del Sol- y sin duda
el objeto más brillante, con mucho, en el cielo nocturno. Bella y ostensible
como es en el cielo presente, Venus sería impar en un cielo privado de Luna. Se
estudiaría con una admiración que ningún otro objeto del cielo podría
despertar.
En tercer lugar, y aquí viene
lo más importante, Cupido sería visible para nosotros a medida que circundase a
Venus. Su luminosidad dependería de su posición en relación con el Sol y la
Tierra, como acontece con la luminosidad de la propia Venus. En todo momento
(suponiendo que tuviese el tamaño y las características de la Luna) Cupido
tendría exactamente 1/100 de la luminosidad de Venus.
Lo cual significa que en el
momento de mayor brillo Cupido resplandecería en nuestro cielo con una magnitud
de + 0,7. Sería un objeto de primera magnitud, aproximadamente tan luminoso
como el planeta Saturno o la estrella Arcturus.
¿Estaría Cupido tan cerca de
Venus como para ser ahogado en su destello? Depende de dónde estuviese
localizado Cupido en su órbita venusiana. Cuando estuviera en el punto más
alejado de Venus, y éste más cerca de nosotros, Cupido distaría de Venus 0,6º,
ligeramente más que la anchura del Sol. No tendríamos dificultades para ver a
Cupido cuando se encontrara a esa distancia de Venus, ni siquiera cuando
estuviera bastante más cerca, sobre todo si supiésemos que estaba allí y lo
buscáramos.
Esto nos lleva a la cuestión
crucial. Sin Luna en el cielo, no habría ningún objeto cuyos movimientos sólo
pudieran explicarse suponiendo que gira alrededor de la Tierra.
Al contrario, en Venus y
Cupido veríamos algo que sería interpretado fácil e incluso inevitablemente
como un planeta doble. Cupido permanecería quince días a un lado de Venus y
quince al otro, alternando. A lo largo de una serie continua de noches en las
que Venus fuese estrella vespertina veríamos a Cupido atravesar ocho ciclos
completos.
No cabría error. Nadie podría
dudar de buena fe que Cupido estaba girando en torno a Venus.
El siguiente paso sería anotar
que el brillante lucero del alba presente en el cielo antes del amanecer iba
también secundado por un compañero que se comportaba como Cupido. Con Cupido de
ayudante en ambos casos, la identidad de la estrella vespertina y la estrella
matutina sería obvia desde el comienzo. No podrían existir dos objetos
diferentes tan espectacularmente semejantes en el detalle.
Esto significa que desde el
comienzo mismo de la observación de los cielos el hombre primitivo vería
claramente que Venus iba de un lado del Sol al otro y de éste al primero,
exactamente igual que Cupido viajaba de un lado de Venus al otro y de éste al
primero. Y habiéndose percatado de que los luceros matutino y vespertino eran
el mismo, sería imposible dejar de ver que Venus, llevando consigo a Cupido,
giraba alrededor del Sol.
Además, cuando los
observadores comprendieran que Mercurio oficiaba también de estrella vespertina
y matutina, con un período más corto que el de Venus, habrían de concluir que
Mercurio giraba alrededor del Sol, y en una órbita más cercana que la de Venus.
Detectada la heliocentricidad
de Venus y Mercurio, no sería difícil aventurar que los otros planetas hacían
lo propio, incluida la Tierra. No habría Luna que confundiese las cosas; y
aunque la hubiese, el caso de Cupido sería prueba convincente de que la Tierra
podía tener una Luna girando en torno suyo y, sin embargo, moverse ambos
también alrededor del Sol.
Los astrónomos griegos, y
posiblemente los sumerios antes que ellos, habrían visto que el suponer que la
Tierra gira alrededor del Sol explicaría fácilmente los exasperantes
movimientos retrógrados de Marte, Júpiter y Saturno. Eso, junto con los
movimientos visiblemente heliocéntricos de Mercurio y Venus-Cupido, habría
superado sin duda el obstáculo de la aparente inmovilidad de la Tierra, como
acabó sucediendo con Copérnico.
Se sigue de ahí que la teoría
heliocéntrica habría quedado establecida posiblemente hacia el 2000 a. C., y en
ningún caso tan tardíamente como en el 300 a. C.
Pero hay más, y es que la
revolución de Cupido alrededor de Venus y la de Venus alrededor del Sol habrían
permitido captar de modo relativamente fácil el concepto de gravitación
universal. No era sólo que los objetos cayesen hacia la tierra. Todo ejercía
una atracción. El Sol y Venus lo hacían visiblemente y, en ese caso, ¿por qué
no todos los demás también?
Tengo para mí que Aristóteles
hubiese sido perfectamente capaz de hacer el trabajo de Newton si hubiese
inventado el cálculo y no se le hubiese anticipado ya algún otro pensador.
La naturaleza heliocéntrica
del universo, tal como la verían los astrónomos e incluso algún profano que
contemplase a Venus, Cupido y el Sol con un poco de perspicacia, haría evidente
que la Tierra era sólo un mundo entre muchos y que podría no ser el centro y
cúspide de la creación. El mundo de la humanidad y, por tanto, la humanidad
misma, sería sólo una pequeña parte de la creación, sin ocupar para nada un
puesto de privilegio.
Sin duda alguna, nada
impediría que surgieran sistemas religiosos centrados en el hombre y la Tierra,
pero no hubieran tenido posibilidades de captar el sector académico de la
sociedad, salvo que fuesen modificados para permitir la pluralidad de mundos y
aceptar al hombre como parte pequeña de un todo mucho mayor.
Puesto que tanto la ciencia
como la religión estarían entonces en el buen camino, no habría hostilidad
fundamental entre ambos. Al contrario, habría un mutuo refuerzo.
La religión sería progresiva,
ávida por aprender cosas del universo tal como es, cierta de que no podría
haber conflicto entre lo material y lo espiritual. Por otra parte, la ciencia
aceptaría más fácilmente los imperativos morales. Reconocería la necesidad de
comprender el pequeño nicho humano, tanto en el universo astronómico como en la
biológica Tierra.
La ciencia experimental y la
tecnología estarían quizá de dos a cuatro mil años más avanzados que hoy; y una
Tierra saludable podría estar estableciendo ya los comienzos de un imperio
galáctico o, quizá, tendiendo puentes hacia otras inteligencias.
En vez de ello, puede que
nuestro lapso vital sea el último que sea vivido en una sociedad tecnológica
por culpa de la tragedia de la Luna, del hado que la emplazó en nuestro cielo y
no a Cupido en el de Venus.
Por eso nunca más seré capaz
de mirar a la hermosa Luna llena, colgando al amanecer en el cielo occidental,
sin sentir una punzada... si no fuera porque la historia tiene otro lado, que
es el que recojo en el capítulo 2.