martes, 7 de noviembre de 2017

La tragedia de la luna ( Isaac Asimov)


Para este fin de semana que viene y el siguiente (se acaba el plazo para hacer comentarios el domingo 19 de este mes) me interesaría que leyerais este texto. Es más largo que los demás, por eso os doy más tiempo. Es el primer capítulo de un libro de recopilación de artículos de divulgación científica  "La tragedia de la luna", de Isaac Asimov. Podéis comentar la idea general o algún aspecto en particular que os haya llamado la atención, me interesa que se entienda para poderlo hablar en clase.




Esta mañana había luna llena en el cielo. Me desperté cuando el amanecer iluminaba el cielo de un azul pizarra (como es mi costumbre, porque soy madrugador) y al mirar por la ventana que da al oeste la vi: un ancho disco amarillo sobre un fondo azul pizarra uniforme, colgando, inmóvil, sobre una ciudad que aún soñaba al amanecer.
Por lo general no me afectan fácilmente los estímulos visuales, porque soy relativamente insensible a cuanto acontece fuera del interior de mi cráneo, pero esta escena penetró en mí.
Me encontré maravillándome de la buena suerte de la Tierra por tener una luna tan grande y tan hermosa. Supongamos, pensé, que la Luna girase alrededor de la hermana gemela de la Tierra, Venus; supongamos que no fuese Venus, sino la Tierra, la que careciera de un satélite. ¡Cuánta belleza habríamos perdido! Y cuán inútil hubiera sido perderla en beneficio de Venus, cuya capa de nubes ocultaría para siempre a la Luna, aunque hubiera sobre el planeta seres inteligentes capaces de observarla.
Pero luego, mientras desayunaba, seguí pensando...
La belleza, a fin de cuentas, no lo es todo. Supongamos que la Tierra careciese de luna. ¿Qué pasaría?
Para empezar, la Tierra sólo tendría mareas solares, mucho menores que las actuales. Tendría un día más corto, porque la fricción de la marea no la habría desacelerado tanto. Quizá se habría formado, durante las convulsiones de parto del sistema solar, de un modo algo distinto al faltar un núcleo secundario que se estuviera formando al mismo tiempo (si es que la cosa fue así). O bien la vida podría haber evolucionado de modo distinto sin la captura de un gran satélite hace 600.000 años (si eso fue lo que sucedió).
Pero ignoremos esto. Supongamos que la Tierra se formó tal y como se ha formado, que la vida evolucionó tal y como ha evolucionado, que el día sigue siendo lo que es y que la menor intensidad de las mareas no tiene una importancia crucial. Y ahora supongamos que el hombre primitivo (¿hace 25.000 años?) levantó su mirada interrogante al cielo...
¡Y no encontró Luna alguna!
¿Qué habría sucedido?
Voy a proponer la tesis de que, de no haber habido Luna, la historia de la humanidad hubiera sido muy, muy distinta, y para bien; especialmente si esa luna hubiera estado circundando a Venus. El hecho de que la Tierra tenga, efectivamente, una Luna y Venus, no, puede ser la causa de que la humanidad quizá esté acercándose al fin de sus días en tanto que sociedad tecnológica.
No estoy bromeando. Sed indulgentes conmigo...
Dejemos por ahora la Luna donde está, e intentemos imaginar qué pensaba el hombre primitivo que hacían los objetos en el cielo.
Para empezar, debe de haber sido consciente de que el Sol salía, se movía a lo largo del cielo, se ponía y luego se elevaba a la mañana siguiente, repitiendo de modo indefinido el proceso. La única explicación racional posible de lo que veía era suponer que el Sol giraba alrededor de la Tierra una vez al día.
De noche aparecían las estrellas y la observación revelaría que ellas también giraban alrededor de la Tierra una vez por día, aunque manteniendo fijas sus posiciones relativas.
El hombre podría haber argumentado también que el cielo permanece quieto y que la Tierra gira sobre su eje. Pero ¿por qué iba a hacerlo? La hipótesis de la rotación terrestre no habría explicado ni tanto así mejor las observaciones. Al contrario, habría suscitado la cuestión de por qué la Tierra parece inmóvil cuando en realidad estaba moviéndose, cuestión imposible de contestar para cualquier hombre prehistórico.
Observaciones cuidadosas mostrarían que, en realidad, el Sol no se mueve alrededor de la Tierra en exacta correlación con las estrellas. El Sol tarda cada día cuatro minutos más en completar el círculo, lo que significa que el Sol deriva de Oeste a Este sobre el fondo de estrellas cada día y que describe una circunferencia completa alrededor del cielo en 365 ¼ días.
Lo cierto es que podríais explicar el movimiento del Sol frente a las estrellas igual de bien suponiendo que la Tierra gira alrededor del Sol en 365 ¼ días. Digo igual de bien, pero no mejor. Y, una vez más, necesitaríais explicar por qué la Tierra permanece inmóvil si, de hecho, gira alrededor del Sol.
¿Dónde entra la Luna? La Luna es un objeto que salta a la vista casi tanto como el Sol. También sale y se pone a diario; y también se rezaga en relación con las estrellas: en realidad, mucho más que el Sol. Describe una circunferencia sobre el fondo estelar en sólo 27 1/3 días.
El movimiento de la Luna puede describirse igual de bien, pero no mejor, si imaginamos que la Tierra gira alrededor de ella en 27 1/3 días.
Olvidemos ahora el escaso poder de persuasión de que la Tierra se mueve sin que nadie se percate de ello. Supongamos que pudiera suceder (como de hecho sucede) y preguntemos simplemente esto: si imaginamos que la Tierra gira alrededor del Sol para explicar los movimientos solares, y que gira alrededor de la Luna para explicar los movimientos lunares, ¿qué movimiento describe realmente? Porque ambos no puede describirlos a la vez, ¿no es cierto?
Pero entonces supongamos que un loco primitivo, con la imaginación de un novelista de ciencia ficción, sugiriera que la Luna gira alrededor de la Tierra en 27 1/3 días, mientras que la Tierra y la Luna, esta última girando todavía de un modo uniforme, dan juntas una vuelta en torno al Sol en 365 ¼ días. Esto explicaría limpiamente el movimiento aparente y las fases de la Luna, y también el movimiento aparente del Sol.
Pero ¿imagináis que alguno de sus oyentes aceptaría un sistema tan complicado sobre la base de lo conocido en tiempos prehistóricos? ¿Por qué iban a existir dos centros en el universo? ¿A santo de qué iban a girar unos objetos en torno a la Tierra y otros en torno al Sol?
Era posible explicar el movimiento y las fases de la Luna además del movimiento del Sol, suponiendo que éste y aquélla se movían independientemente, a velocidades distintas, en torno a un centro común: la Tierra. Y eso no era fácil si uno suponía que la Tierra y la Luna se movían en órbitas independientes alrededor del Sol, o que la Tierra y el Sol lo hacían en órbitas independientes alrededor de la Luna.
Sólo la Tierra se prestaba fácilmente a hacer las veces de centro común para ambos cuerpos; lo cual, junto con su evidente inmovilidad, debió de fijar la noción geocéntrica («centrado en la Tierra») en la mente de cualquier astrónomo capaz de elucubrar sobre tales cosas. Para el observador ordinario, la obvia inmovilidad de la Tierra debía de ser suficiente.


Mucho después de que fueran cuidadosamente estudiados los movimientos del Sol y de la Luna en relación con las estrellas, se estudiaron y analizaron los movimientos de los planetas Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Puede que estos estudios no se hicieran, en detalle, hasta la aparición de la primera gran civilización basada en la escritura: la sumeria.
Se descubrió que los planetas de movían frente a las estrellas de un modo mucho más complicado que el Sol y la Luna.
Pensad en Marte, Júpiter y Saturno. Cada cual hace un recorrido completo del cielo, pero más lentamente que el Sol. Marte emplea algo menos de dos años en completar el circuito, Júpiter, algo menos de doce y Saturno, algo menos de treinta.
Pero en vez de moverse lentamente a lo largo del cielo estrellado en una dirección fija Oeste-Este, como hacen el Sol y la Luna, cada uno de los tres planetas cambia periódicamente de dirección y se mueve de Este a Oeste contra el fondo de estrellas durante un periodo relativamente breve. Estos movimientos retrógrados se producen a intervalos aproximadamente anuales (tiempo terrestre) para cada planeta.
Los sumerios y sus sucesores en Babilonia se contentaron con descubrir los movimientos sin explicarlos. Cuando los griegos empezaron a interesarse en la astronomía, en el siglo V a.C., no podían dejar que la cuestión muriera allí. Se rompieron la cabeza intentando elaborar sistemas que permitiesen a Marte, Júpiter y Saturno girar en torno a la Tierra, pero explicando al mismo tiempo el cambio periódico de dirección. Surgieron así esquemas más y más elaborados que culminaron en el de Ptolomeo, durante el siglo II de nuestra Era.
Se trataba por fin de un caso donde la hipótesis de que la Tierra y los demás planetas giraban alrededor del Sol suponía una diferencia. Una Tierra móvil explicaría el movimiento retrógrado de Marte, Júpiter y Saturno de modo mucho más simple y lógico que una Tierra estacionaria. Si la Tierra y Júpiter, pongamos por caso, giraban ambos alrededor del Sol, la Tierra debería completar un círculo en un año, mientras Júpiter lo hacía en doce. La Tierra se movería más rápidamente. Cuando la Tierra estuviese en el mismo lado del Sol que Júpiter, lo adelantaría, y Júpiter parecería moverse hacia atrás en los cielos.
Desgraciadamente, la hipótesis de que cada uno de los planetas gira alrededor del Sol en órbitas independientes deja fuera de juego a la Luna. La Luna debe girar alrededor de la Tierra, lo cual exigiría dos centros para el universo. Los planetas podrían todos ellos circundar al Sol en órbitas independientes excepto la Luna. Todos los planetas, incluida la Luna, podrían girar alrededor de la Tierra en órbitas independientes. Si yo hubiese sido un griego, habría votado por un universo geocéntrico y no heliocéntrico («centrado en el Sol»). El geocéntrico me hubiera parecido más sencillo.
No sé si este argumento en relación con la Luna influyó efectivamente sobre los griegos. Jamás lo he visto escrito en parte alguna. Sin embargo estoy convencido de que tuvo que surtir su efecto3.
Con que hubiera algún objeto en el cielo que girase claramente alrededor de otro tal y como gira la Luna alrededor de la Tierra, los hombres tendrían que aceptar forzosamente la noción de dos o más centros para el universo, sin ver nada anómalo en aceptar un universo heliocéntrico en el que la Luna se comporta de forma geocéntrica.
En realidad existe tal objeto; dos para ser más exactos. Los planetas Venus y Mercurio nunca abandonan las proximidades del Sol, en lo cual, contrastan claramente con los otros planetas.
La Luna, Marte, Júpiter y Saturno se mueven todos sobre el fondo estelar de tal suerte que, en un momento u otro, pueden estar a cualquier distancia dada del Sol, incluso en un punto del cielo exactamente opuesto a la posición del astro rey. (Lo anterior vale para la Luna, por ejemplo en cada fase de plenilunio, como cuando la vi esta mañana.)
No así en el caso de Venus y Mercurio. Venus, por ejemplo, se aleja más y más del Sol hasta separarse 47º (la mitad de la distancia entre horizonte y cenit), pero eso es todo. Tras haber alcanzado esa separación de 47º comienza a acercarse otra vez al Sol. Por último se mezcla con el brillo solar y posteriormente, tras unas semanas, puede verse al otro lado del Sol. Vuelve después a alejarse hasta una separación máxima de 47º para iniciar a continuación el retroceso. Y así, una y otra vez.
Cuando Venus está a un lado del Sol es el lucero vespertino. Puesto que nunca está a más de 47º, jamás brilla más de tres horas después del crepúsculo. Para entonces, o antes, se ha puesto. Estando en el otro lado del Sol es el lucero del alba, que jamás sale antes de tres horas previas al amanecer.
En cuanto a Mercurio, permanece incluso más próximo al Sol, sin alejarse nunca más de la mitad que Venus, sin ponerse nunca después que una hora y media terminado el crepúsculo, cuando es una estrella vespertina, y sin salir más de hora y media antes de que aparezca el Sol cuando es estrella matutina.
Sería bien lógico suponer que tanto Venus como Mercurio giran alrededor del Sol, pues eso explicaría simultáneamente y sin dificultad sus movimientos con todo detalle.
¡Qué fácil es decirlo! En primer lugar, no era trivial identificar a Venus, estrella vespertina, con Venus, el lucero del alba. Haría falta ser un astrónomo muy avezado para ver que una estrella está presente en el cielo sólo cuando está la otra ausente y que ambos objetos son, por esa razón, el mismo planeta. Además, Venus y el Sol nunca eran visibles al mismo tiempo, porque cuando el Sol estaba en el cielo, Venus no podía ser vista (a lo sumo, entrevista y no siempre, sabiendo el lugar exacto a donde mirar). El consecuencia, la conexión entre Venus y el Sol no era obvia ni inmediata. El captarla exigió un nivel astronómico nada elemental; y la situación con respecto a Mercurio era aún peor.
Así y todo, hacia el 350 a. C. El astrónomo griego Herakleides Ponticus sugirió efectivamente que Venus y Mercurio giraban alrededor del Sol. Y si dos de los planetas giraban alrededor del Sol, ¿por qué no el resto, incluida la Tierra? Hacia el 280 a. C. Otro astrónomo griego, Aristarco de Samos, dio el paso y propuso un universo heliocéntrico.
Pero a esas alturas, el geocentrismo se había fosilizado en el pensamiento griego. Aristarco no podía negar, además, que cuando menos la Luna debía permanecer en órbita alrededor de la Tierra. De modo que no se abandonó el concepto geocéntrico y los astrónomos griegos elaboraron ingeniosos esquemas para permitir que Venus y Mercurio girasen alrededor de la Tierra, sin alejarse mucho del Sol.
Os preguntaréis si, después de todo, le interesa al hombre de la calle, y a la historia, el que los filósofos fallasen a favor del geocentrismo o del heliocentrismo. ¿A quién le importa que la Tierra gire alrededor del Sol o viceversa?
Desgraciadamente importa, y mucho. Para el individuo medio de los tiempos antiguos (¡y de ahora también!) el cielo y todo cuanto contiene son cosas de importancia menor (excepto, quizá, el Sol). Es la Tierra lo que cuenta, y sólo la Tierra. Y sobre la Tierra, sólo cuenta la humanidad. Y entre los hombres, sólo hay el país de uno, la ciudad de uno, la tribu, la familia, el individuo mismo. La persona media es geocéntrica, antropocéntrica, etnocéntrica y egocéntrica.
Si los líderes intelectuales del mundo -quienes piensan, hablan, y escriben y enseñan- coinciden en que el universo es efectivamente geocéntrico, todos los demás centrismos tenderán a seguirse de modo mucho más natural.
Si todo el universo gira alrededor de la Tierra, ¿quién podrá dudar que la Tierra es la parte más importante de la creación y el objeto para el cual se hizo el resto del universo? Y si la Tierra tiene esa importancia central, ¿no será por y para el hombre, que es a todas luces el gobernante de la Tierra? Y si la humanidad es el gobernante de toda la creación, el objeto para el cual se formó toda ella, ¿por qué aceptar entonces cortapisas y restricciones sobre sus actos? La humanidad es rey, su deseo ley, y no puede errar.
En ese supuesto, las religiones que están centradas en la Tierra y en el hombre cobran más sentido intelectual también.
Al Imperio Romano le fue más fácil hacerse cristiano porque la filosofía pagana y el cristianismo eran igual de geocéntricos y, por tanto, antropocéntricos. Hubo un refuerzo mutuo en esta importantísima cuestión y la cristiandad –que hizo dogma central de la geocentricidad y la antropocentricidad- recabó la ayuda de Aristóteles, Ptolomeo y pensadores griegos similares para impresionar a aquellos intelectuales que se mostraron remisos a conformarse con la sola palabra de la Biblia.
Y puesto que la geocentricidad no es, de hecho, una imagen precisa del universo, toda investigación científica se tornó indeseable. Cualquier investigación que intentara ir más allá de Aristóteles y Ptolomeo, y descubrir una imagen no geocéntrica del universo que pudiese explicarlo mejor, se hizo peligrosa para la religión revelada.
Aunque el sistema ptolemaico se había hecho insostenible hasta el extremo de convertirse en un estorbo, no fue sino en el siglo XVI cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico se atrevió a presentar nuevamente una teoría heliocéntrica, prefiriendo incluso diferir su publicación hasta 1543, seguro ya de que iba a morir pronto en cualquier caso. Y luego transcurrió todo un siglo antes de que el mundo intelectual de Europa occidental aceptara plenamente el heliocentrismo frente a la resistencia religiosa. Bruno hubo de perecer en la hoguera y Galileo tuvo que retractarse antes de que expirara la geocentricidad.



 Pero ni aun así quedó asegurada la victoria. Los viejos hábitos mueren con inusitada lentitud, y sea cual fuere la ciencia que se enseñe en las escuelas, la mayor parte de la población de las naciones «avanzadas» sigue creyendo que el hombre es la medida de todas las cosas, el gobernante de la creación, y que puede hacer cuanto guste.
Henos aquí, por tanto, en las últimas décadas del siglo XX destruyendo todavía el reino vegetal y animal y asolando el medio inanimado –todo ello según nuestro descuidado capricho y por el placer de la comodidad del momento. El claro indicio de que tal actitud acabará con la humanidad –incapaz de vivir sin una ecología operativa- parece rebotar sobre el liso muro de aquellas mentes que ven un universo construido exclusivamente por y para la humanidad y por ninguna otra razón.
A mi entender, pues, todo esto se remonta a una geocentricidad que fue remachada sobre la mente del hombre por el brillante intelecto de los filósofos griegos, influidos, entre otras cosas, por el hecho de que la Luna gira alrededor de la Tierra.
Pero supongamos que la Luna no girara alrededor de nuestro planeta, que girara alrededor de Venus, y que fuese la Tierra, no Venus, quien careciese de luna.
Imaginemos que fuese nuestra Luna, con el mismo tamaño, las mismas características y la misma distancia respecto al centro de Venus. Y para evitar la confusión, llamemos a este satélite Cupido, en tanto que fiel compañero de Venus.
El período de Cupido alrededor de Venus sería una pizca mayor que su período alrededor de la Tierra, pues Venus tiene una masa algo inferior a la de ésta, y en consecuencia, un campo gravitatorio ligeramente menos intenso. Sin entrar en pormenores, digamos que Cupido gira alrededor de Venus en treinta días.
No nos preocupemos -aquí, al menos- por el efecto que esto tendría en Venus. Preguntémonos sólo cómo afectaría el cielo de la Tierra.
En primer lugar, el cielo de la Tierra carecería perpetuamente de Luna, con lo cual la observación mejoraría no poco. Nunca habría una Luna brillante que diferenciara las estrellas menos nítidas de su vecindad.
En segundo lugar, la propia Venus sería el objeto más brillante de los cielos -después del Sol- y sin duda el objeto más brillante, con mucho, en el cielo nocturno. Bella y ostensible como es en el cielo presente, Venus sería impar en un cielo privado de Luna. Se estudiaría con una admiración que ningún otro objeto del cielo podría despertar.
En tercer lugar, y aquí viene lo más importante, Cupido sería visible para nosotros a medida que circundase a Venus. Su luminosidad dependería de su posición en relación con el Sol y la Tierra, como acontece con la luminosidad de la propia Venus. En todo momento (suponiendo que tuviese el tamaño y las características de la Luna) Cupido tendría exactamente 1/100 de la luminosidad de Venus.
Lo cual significa que en el momento de mayor brillo Cupido resplandecería en nuestro cielo con una magnitud de + 0,7. Sería un objeto de primera magnitud, aproximadamente tan luminoso como el planeta Saturno o la estrella Arcturus.
¿Estaría Cupido tan cerca de Venus como para ser ahogado en su destello? Depende de dónde estuviese localizado Cupido en su órbita venusiana. Cuando estuviera en el punto más alejado de Venus, y éste más cerca de nosotros, Cupido distaría de Venus 0,6º, ligeramente más que la anchura del Sol. No tendríamos dificultades para ver a Cupido cuando se encontrara a esa distancia de Venus, ni siquiera cuando estuviera bastante más cerca, sobre todo si supiésemos que estaba allí y lo buscáramos.
Esto nos lleva a la cuestión crucial. Sin Luna en el cielo, no habría ningún objeto cuyos movimientos sólo pudieran explicarse suponiendo que gira alrededor de la Tierra.
Al contrario, en Venus y Cupido veríamos algo que sería interpretado fácil e incluso inevitablemente como un planeta doble. Cupido permanecería quince días a un lado de Venus y quince al otro, alternando. A lo largo de una serie continua de noches en las que Venus fuese estrella vespertina veríamos a Cupido atravesar ocho ciclos completos.
No cabría error. Nadie podría dudar de buena fe que Cupido estaba girando en torno a Venus.
El siguiente paso sería anotar que el brillante lucero del alba presente en el cielo antes del amanecer iba también secundado por un compañero que se comportaba como Cupido. Con Cupido de ayudante en ambos casos, la identidad de la estrella vespertina y la estrella matutina sería obvia desde el comienzo. No podrían existir dos objetos diferentes tan espectacularmente semejantes en el detalle.
Esto significa que desde el comienzo mismo de la observación de los cielos el hombre primitivo vería claramente que Venus iba de un lado del Sol al otro y de éste al primero, exactamente igual que Cupido viajaba de un lado de Venus al otro y de éste al primero. Y habiéndose percatado de que los luceros matutino y vespertino eran el mismo, sería imposible dejar de ver que Venus, llevando consigo a Cupido, giraba alrededor del Sol.
Además, cuando los observadores comprendieran que Mercurio oficiaba también de estrella vespertina y matutina, con un período más corto que el de Venus, habrían de concluir que Mercurio giraba alrededor del Sol, y en una órbita más cercana que la de Venus.
Detectada la heliocentricidad de Venus y Mercurio, no sería difícil aventurar que los otros planetas hacían lo propio, incluida la Tierra. No habría Luna que confundiese las cosas; y aunque la hubiese, el caso de Cupido sería prueba convincente de que la Tierra podía tener una Luna girando en torno suyo y, sin embargo, moverse ambos también alrededor del Sol.
Los astrónomos griegos, y posiblemente los sumerios antes que ellos, habrían visto que el suponer que la Tierra gira alrededor del Sol explicaría fácilmente los exasperantes movimientos retrógrados de Marte, Júpiter y Saturno. Eso, junto con los movimientos visiblemente heliocéntricos de Mercurio y Venus-Cupido, habría superado sin duda el obstáculo de la aparente inmovilidad de la Tierra, como acabó sucediendo con Copérnico.
Se sigue de ahí que la teoría heliocéntrica habría quedado establecida posiblemente hacia el 2000 a. C., y en ningún caso tan tardíamente como en el 300 a. C.
Pero hay más, y es que la revolución de Cupido alrededor de Venus y la de Venus alrededor del Sol habrían permitido captar de modo relativamente fácil el concepto de gravitación universal. No era sólo que los objetos cayesen hacia la tierra. Todo ejercía una atracción. El Sol y Venus lo hacían visiblemente y, en ese caso, ¿por qué no todos los demás también?
Tengo para mí que Aristóteles hubiese sido perfectamente capaz de hacer el trabajo de Newton si hubiese inventado el cálculo y no se le hubiese anticipado ya algún otro pensador.
La naturaleza heliocéntrica del universo, tal como la verían los astrónomos e incluso algún profano que contemplase a Venus, Cupido y el Sol con un poco de perspicacia, haría evidente que la Tierra era sólo un mundo entre muchos y que podría no ser el centro y cúspide de la creación. El mundo de la humanidad y, por tanto, la humanidad misma, sería sólo una pequeña parte de la creación, sin ocupar para nada un puesto de privilegio.
Sin duda alguna, nada impediría que surgieran sistemas religiosos centrados en el hombre y la Tierra, pero no hubieran tenido posibilidades de captar el sector académico de la sociedad, salvo que fuesen modificados para permitir la pluralidad de mundos y aceptar al hombre como parte pequeña de un todo mucho mayor.
Puesto que tanto la ciencia como la religión estarían entonces en el buen camino, no habría hostilidad fundamental entre ambos. Al contrario, habría un mutuo refuerzo.
La religión sería progresiva, ávida por aprender cosas del universo tal como es, cierta de que no podría haber conflicto entre lo material y lo espiritual. Por otra parte, la ciencia aceptaría más fácilmente los imperativos morales. Reconocería la necesidad de comprender el pequeño nicho humano, tanto en el universo astronómico como en la biológica Tierra.
La ciencia experimental y la tecnología estarían quizá de dos a cuatro mil años más avanzados que hoy; y una Tierra saludable podría estar estableciendo ya los comienzos de un imperio galáctico o, quizá, tendiendo puentes hacia otras inteligencias.
En vez de ello, puede que nuestro lapso vital sea el último que sea vivido en una sociedad tecnológica por culpa de la tragedia de la Luna, del hado que la emplazó en nuestro cielo y no a Cupido en el de Venus.
Por eso nunca más seré capaz de mirar a la hermosa Luna llena, colgando al amanecer en el cielo occidental, sin sentir una punzada... si no fuera porque la historia tiene otro lado, que es el que recojo en el capítulo 2.




jueves, 2 de noviembre de 2017

El Big Data y lo incognoscible


Para terminar el bloque sobre la naturaleza de la Ciencia, os propongo la lectura de este artículo de Javier Argüello acerca del Big Data. Esta vez, aunque recomiendo mucho su lectura, no es obligatorio comentar ( si lo hacéis será un gusto leeros y responderos). Los de primero C podéis comentar algún aspecto de la charla de hoy.
Lo que sí que es obligatorio es que visionéis el vídeo situado en la parte derecha de la pantalla "No es posible representar el sistema solar a escala" ( los de CTMA ya lo visteis) y contestéis lo que pido, para inaugurar oficialmente el tema de El Universo que ya empezamos en la visita al Cosmocaixa.



Se encuentran dos amigos y uno le dice al otro: voy a utilizar un sistema basado en el análisis de datos para determinar si tu novia te quiere. Eso no es posible, responde el segundo, no se trata de un asunto que pueda resolverse utilizando el análisis de datos. Puede que tengas razón, reconoce el primero. A la semana siguiente los dos amigos vuelven a encontrarse y el diálogo se repite: voy a utilizar un sistema basado en el análisis de datos para determinar si tu novia te quiere. Pero ¿no habíamos quedado en que eso no era algo que pudiera determinarse utilizando el análisis de datos? Sí, lo habíamos hecho, reconoce el primer amigo, pero ocurre que ahora cuento con una cantidad mucho mayor de datos.

Lo que este rudimentario relato pretende ilustrar es que, si fuera cierto que existen áreas o problemas que no pueden ser abordados desde el análisis de datos, entonces el hecho de disponer de una enorme cantidad no alteraría este hecho. La pregunta es entonces: ¿Existen efectivamente áreas o problemas que no pueden ser abordados desde el análisis de datos?
Digámoslo de otra manera: ¿Es posible pensar en un método de exploración y/o representación de la realidad que se adecúe de la mejor manera a la naturaleza de todas y cada una de las áreas de acción en las que pueda verse involucrada la experiencia humana? ¿Hay un lenguaje o un método universal y excluyente que pueda describir y procesar de forma indistinta y eficiente las impresiones y expresiones derivadas de la puesta en contacto con las realidades materiales e inmateriales, simbólicas y tangibles, emocionales y racionales que pueda experimentar un individuo?
Durante muchos años se pensó que el lenguaje de las matemáticas lo había conseguido. “Todo en el universo es número”, afirmaba Pitágoras. El lenguaje de las matemáticas aparentaba ser el lenguaje de la naturaleza, la gramática que Dios había utilizado para diseñar su creación. Un lenguaje que no dependía ni del observador ni del punto de vista, un lenguaje objetivo al que cualquiera podía acceder con idénticos resultados.
Sin salir de las fronteras de las matemáticas, sin embargo, el teorema de Gödel demostró que había cuestiones acerca de las cuales nada podía decirse desde la aritmética. Y eso, como decimos, sin salir de las fronteras de las matemáticas. ¿Qué pasa con los asuntos que, debido a su propia naturaleza interna, presentan riquezas que un sistema como este no es capaz de reflejar?
Un buen ejemplo podría hallarse en el terreno de la literatura, en donde lo que se busca es justamente crear experiencias emocionales únicas y cargadas de significado. Universales, sí, pero no traducibles ni comparables. No se trata de que el Big Data no pueda utilizarse en el análisis literario, sino de determinar en qué parcelas del análisis literario puede resultar útil y en cuáles no. Mucho antes de que existiera el Big Data, de hecho, ya había habido numerosos intentos de sistematizar los misterios de las estructuras literarias. Desde la Poética de Aristóteles hasta la semiótica, pasando por los modelos que los formalistas rusos proponen, han sido numerosos los intentos de establecer parámetros acerca de los elementos que hacen que un texto literario esté bien construido y/o interese a los lectores. Y han resultado muy útiles allí donde lo que se buscaba era un dar con criterios sistematizables. Sin embargo no han podido decir nada acerca de lo que había más allá.
Hay partes sistematizables en las estructuras literarias a las que se puede acceder sin Big Data. Y hay partes no sistematizables en las estructuras literarias a las que no se puede acceder ni con ni sin Big Data. Y son justamente éstas últimas las que dotan a la experiencia literaria de su mayor riqueza. El problema es que su existencia no resulta demostrable. ¿Podemos afirmar por ello que no existe?
La demostrabilidad como requisito forma parte de una concepción de mundo a partir de la cual sólo es válido aquel tipo de conocimiento que responde a los parámetros de lo demostrable. La euforia que despertó la posibilidad de sistematizar el conocimiento llevó a que en el siglo XVIII la corriente iluminista proclamara que aquello que funcionaba en algunas esferas del conocimiento era plausible de ser trasladado a todos los ámbitos de la experiencia. Así, el intento de abarcar con el método científico todos los rincones de la existencia, terminó reduciendo la existencia a lo que el método científico podía abarcar. Y desde ese brutal empobrecimiento fue que empezamos a experimentar el mundo. Es de esperar que la euforia que despiertan hoy las posibilidades del Big Data no nos haga cometer un error equivalente.


                                                                                                               Javier Argüello 

Lo que entra para el examen del tercer trimestre ( para almas despistadas)

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